Capítulo I: Imprudencia.



…Ya por aquellos días, en una mañana de verano del año 385, el sol se alzó irradiando con furia desértica y un calor antinatural se desataba sobre la ciudad de Itálica, agudizándose a cada instante mientras avanzaba el día; se sentía hervir el agua de las termas y calentarse enardecidas las superficies de roca, mientras el suelo de las calles quemaba al tacto como plancha ardiente. Así mismo en las afueras azotaba también un fervor implacable que incapaz sería de sofocar su voluntad; allí en los campos abiertos y ocultos al acecho entre los extensos, elevados, pardos y ya resecos pastizales se encontraban ambos como fieras procurando a su víctima, la cual se hallaba todavía ignorante de su presencia. Así estaba Ciriaco, impaciente, callado, a media rodilla sobre el suelo, con el alma alimentada de una adictiva sensación de poder al porte firme de cuchillo en mano; algunas gotas de sudor corrían por su cuello el cual hacía refrescado por una suave brisa, un ligero escalofrío se coló ascendente entre la rectitud de su espalda mientras sus ojos marrones claros de reflejo amarillento contemplaban a su presa con cierta frialdad, en lo que luego sintió una mano posarse sobre su brazo.
__Ciriaco –Pronunció el pequeño Lucio de siete u ocho años de edad, en voz baja y tierna, casi susurrante– ¿En realidad tenemos que hacer esto? –con su carita inmersamente conmovida inclinada de compasión, admirando a la indefensa criatura que habrían de sacrificar.
     Tras escucharlo Ciriaco manifestó una sonrisa de labios cerrados que se alzaba más a su mejilla izquierda, levantó su mano apoyada de las tierras áridas y la posó suavemente en la cabeza del niño, agitando en forma pausada su liso y corto cabello negro.
__Nuestro hermano necesita ese caballo ¿No es cierto? –Respondió con ligereza y aderezada convicción, contagiando en el chiquillo ambas emociones.
__Cierto –Expresó el infante con elevado entusiasmo y sus ojos marrón cobrizo destellaban energía.
__Tú dime cuando.
__ ¡Ahora! –Lanzándose a correr entre los pastos impetuoso y velozmente, tal que en un instante lo perdiera de vista; un zumbido entre los prados alarmó los sentidos de su incauta víctima, la cual vio luego salir ante sí y a pocos metros de distancia una figura humana de intenciones hostiles.
     Era Ciriaco de regio amenazador abalanzándose sobre su presa en arremetida sagaz, pero aquel adulto pequeño y nervioso se arrojó a huídas casi por instinto con una velocidad tremenda de corredor natural, casi desesperado; el cazador vertiginoso pero la caza incomparable, y cuando ya se alejaba de su agresor hacia los campos abiertos un cuchillo al aire perturba su escape, para evadirle hubo de cambiar de ruta y sin darse cuenta corría de nuevo hacia el extremo de los densos pastizales, de donde por sorpresa salió el niño Lucio saltando sobre él atrapándole entre sus brazos; pobre liebre de Hispania no era su día.
__ ¿Terminamos? –Preguntó el chiquillo divirtiéndose, aun tirado al suelo con la liebre en las manos.
__Bien hecho hermanito ¿Te quedan energías algunas más?
__ ¿Y a qué esperamos? –Al parecer el pequeño se había emocionado con la caza de roedores, mas ya pronto vendría el tiempo de las más crueles criaturas.
     Si bien la energía del muchacho y el niño daban para más, en un par de horas habían llegado a las caballerizas de la ciudad, impregnados de sudor y cubiertos de tierra, escoltados desde los cielos por bandadas de cuervos que azuzaban su hambre con tenebrosos graznidos; sus sombras rodeaban el andar sus pasos como un aura sombría y las bestias relinchaban advirtiendo su llegada. Los supersticiosos a su camino les procuraban distancia, murmuraban entre sí todo tipo de comentarios y hasta se dibujaban señales al rostro para espantar malos espíritus; Lucio les miraba mientras lo hacían con inocente curiosidad, mas a Ciriaco le gustaba causar esa sensación.
     Ya en los establos el niño se distrajo rápidamente contemplando la majestuosidad de las bestias, estaría sin duda imaginándose de jinete mientras su hermano iba a hablar con el legionario encargado. Un señor de cincuenta años sentado al resguardo de la sombra del patio, con el espaldar recostado sobre una de las columnas, agitando a su cuello una especie de abanico y en la otra mano una alforja de vino; muy cómodamente dejando pasar otro día frente a sus ojos cuando un ave de mal agüero le pasó por encima, entonces vio llegar al muchacho lleno de suciedad y así bien cargado con un saco al hombro.
__ ¿Y qué se trae ahora el joven Pluvio? –Preguntó desde allí mismo sin levantarse siquiera.
__Mi nombre es Ciriaco señor Flavio, y solo he venido a negociar con usted –Dijo el joven en rebozo de confianza descargando junto a él peso de su brazo, y percatándose de la mirada de intriga que allí mismo le haría.
__ ¿Ah sí? Pues debo decir que tu aspecto de hoy no es precisamente el de un hábil comerciante. Además, recuerdo ya haber dicho que no claramente; no pienso darles ninguno de mis caballos –Bebiendo luego un trago de licor y espantando otro cuervo que volvía a pasar.
__También le escuche decir que le gustaría una liebre para el almuerzo ¿No le gustaría saber además para que quiero el caballo? –Preguntó Ciriaco volviendo con su mirada una sensación inquietante, y a lo que el viejo legionario simplemente contestó.
__Muchacho, creo que hay cosas que no nos conviene saber.
__Pero que dan curiosidad ¿no es cierto?…
    Así pronunció con un tono insidioso y en cuestión de minutos habían llegado a un singular acuerdo. El veterano Flavio se levantó de la silla y de su mediana embriaguez para ir a ver en sus establos a ese niño que soñaba con desbordante ilusión.
__ ¿Te gustan?
     Sorprendido Lucio y extrañado un poco de la pregunta más por quien la realizaba, rebobinó por instantes la conmoción de su repuesta.
__Pues…, sí –Aparentando así solo un poco de indiferencia, un poco de orgullo.
__Pues bien hijo ¿Cuál quieres?
__ ¡¿En serio?! –Completamente asombrado y exaltado de alegría.
     Acertada la pregunta que desde hace mucho el pequeño se había realizado, debatiéndose entre los dos equinos que cautivaban su atención, ambos imponentes, formidables y majestuosos. El primero era de un pelaje marrón rojizo del que podía distinguirse incluso un tono anaranjado, y una mancha de claridad levemente distinguida entre la nariz y los ojos, tal si fuera un noble pensamiento entre una piel avivada. El segundo era de un matiz negro en la totalidad externa de su ser, desde los cascos de sus patas hasta el pelaje de su dorso, desde el extremo de su hocico hasta las hebras de su cola; fuliginoso como una noche silente, oscuro como ha de ser la incertidumbre, la misma que en tiempos de dudas causa pavor y desconfianza, la misma que en su forma ha motivado al espíritu. Lucio se inclinaba mucho más por el segundo, no había dudas, mas ese día quizás pensaría “Pobre caballo prieto en medio de tanto sol”, por lo que se decidió por el equino de castaño cobrizo y con la ayuda de su hermano lo montó sin problemas; tan emocionado estaría que no fue hasta salir del establo cuando Lucio notó que llevaban todavía el pesado saco, y guiado por la naturaleza intuitiva de los niños no tardó en preguntar.
__ ¿Pues cuantos conejos le diste?
__Sólo uno –Respondió Ciriaco alentando su curiosidad.
__ ¿Y para qué el resto?
__Para venderlos nene.
__ ¿Y qué hiciste para convencerlo?
__Nada en especial, solo le dije que humillaríamos al galo…
     Curiosamente, mas no por mera casualidad, aquella era la fecha en que Itálica recibiría en su diócesis al obispo de Bética; pues por alguna razón terribles hechos de violencia vinculados al demonio habrían llamado la atención de incontables sectores incluso fuera de Hispalis, pues mucho más allá de las murallas de Itálica, más allá de las extensas riberas del Guadalquivir y el Ebro, la oscura sombra de Volpe todavía se extendía como infame leyenda de sangre y muerte, impulsando actividades de importantes criminales como el mercenario Casio. No es extraño pensar que el nuevo magistrado asignara una escolta para acompañar al obispo.
     Para conformar su guardia, seis legionarios a pie de infantería con provisión armada de lanzas y escudos, pero despojados de sus cascos para evitar la asfixia de aquel calor incesante. Al frente de ellos se hallaba el joven de 22 años Máximo Septimio, quien sería el mayor en la familia de Ciriaco y el más radical de toda su generación. Un muchacho sencillamente astuto, impredecible y tenaz, de mediana estatura y regia constitución, con marcas en los nudillos de viejas peleas y feroces cicatrices de cortadas en ambos antebrazos, los cuales todavía llevaría cubiertos en vendas a pesar de que hace mucho habían sanado sus heridas (un terrible recuerdo de la sangre maligna que le devolvió la vida, y del infame poder que se le había entregado); de liso y corto cabello negro al igual que Lucio, con una habilidad natural e intensa para dominar situaciones. Estaba vestido de uniforme sencillo al igual que el resto, pues aún no había alcanzado rangos de milicia pero sí el respeto y admiración de la mayoría; no llevaba lanza o escudo, tan solo su espada envainada, y por ese mismo momento comenzaba a afrontar las quejas de la injustificada espera.
__ ¿En realidad tenemos que esperar a ese patricio? –Preguntó uno de los soldados con el hombro apoyado a las paredes del templo ya en gesto de cansancio.
__La verdad, no tenemos –Contestó simplemente Máximo con cierta ligereza su sello familiar, pero a la vez dotado de una seriedad inmensa, tomando solo una pequeña pausa para morder una manzana–; pero luego se llenará la boca diciendo que nos le aventajamos, mejor dejemos que sea él el irresponsable. Además –agregaría entonces con mirada fija–, siempre hay algo que me gustaría constatar.
     Fue entonces cuando apareció, haciendo resonar las herraduras en los cascos de la bestia y sumido por supuesto en falsos aires de aristocracia, el fornido y alto galo de nombre Hallstatt montando sobre un joven caballo purasangre. Quizás de unos cuarenta años, traía puesto un uniforme de azul y verde negruzco a la gloria de sus antepasados, y un casco céltico de visera corta forjado en bronce de varios siglos de antigüedad; pero mucho más allá de la estoica figura de un héroe legendario, bajo aquella rígida coraza parecería mucho más el cuerpo maltratado y cansado de un superviviente, como aquel que ha resistido el aliento del dragón y ha logrado levantarse desde un mar de cadáveres, aunque se sabe que nunca volverá a ser el mismo.
__Hallstatt –Diría entonces Máximo con intensa seriedad, a la que el galo responde con la misma tosca hipocresía.
__Septimio, veo que por fin te has recuperado de tus heridas. Es increíble pensar que esos brazos todavía funcionen –Pronunciaría entonces Hallstatt desde el lomo del caballo casi de manera agresiva, pero el joven Máximo simplemente sonríe pues por debajo de la sombra de la gloriosa armadura, a través de las hendiduras que existen en los potentes brazales y las aperturas que hubiera en el casco de bronce, los brazos, las manos, el cuello, incluso la mitad izquierda del rostro del galo habrían sido carcomidos por terribles quemaduras que ulceraron su piel haciendo amargo su semblante y rígida su postura, como si hasta el sol de hoy nunca hubieran dejado de doler.
     No hace falta mencionar que pocos meses atrás Volpe los habría dejado a ambos como la misma mierda, suerte del destino que tuvieran la constitución para recuperarse tan pronto (o al menos la dicha de poder recuperarse), aunque solo ellos sabrían qué precio pagaron para volver de la muerte.
__Bueno, supongo que no fui el único al que Volpe le perdonó la vida –Afirmaría entonces Máximo con tan ligera astucia que el galo casi la habría resentido como una burla sobre él. Fue así como Hallstatt se acercaría a Septimio muy lentamente desde lo alto del caballo, casi con el ceño y el rostro fruncido observándole desde arriba creyéndose superior.
__Escucha niño, no me importa que seas el héroe de tu pueblo…
__ ¿Y para qué lo mencionas? –Interrumpió entonces Máximo acortando sus palabras sin tener si quiera que inmutarse por nada, por lo que el galo se inclinó hacia él para proveerle en voz baja una amenaza.
__…No importa qué tan hábil todos creen que seas. No olvides que fui yo quien mató al demonio –recalcó con fuerza Hallstatt–, ese obispo es mi conducto a Roma, y sí sabes bien lo que te conviene no te pondrás en mi camino –En realidad podía sentirse la ira en sus palabras, pero estas parecían resbalar en la actitud de Septimio, quién antes mordería de nuevo la manzana para luego contestarle de una forma irónica.
__Entonces dime galo, si de verdad fuiste capaz de asesinar a Volpe ¿Por qué tanta prisa en salir huyendo?
     Quién sabe hasta dónde habría llegado aquella áspera conversación, pero en eso se acercó a Septimio el prominente caballo cuyas hebras al reflejo del sol destellaban luz de naranja y cobre, y sobre él el pequeño Lucio cual gallardo jinete de la imponente bestia que hizo retroceder al jaco del galo, hiriendo su vanidad.
__ ¿Qué es esto Lucio? ¿Y por qué estás tan sucio? –Preguntó Máximo preocupado soltando la manzana para sujetar las riendas, cuestionándose dentro de sí que habían hecho sus hermanos para conseguir ese animal, mas para nada sorprendido de su capacidad para obtenerlo. Entonces Lucio le contestó,
__Max, el señor Flavio te envía este caballo.
__Pues dale las gracias Lucio, pero ya dije que iría caminando –calmándose un poco pues el niño no le mentiría– ¿Por qué mejor no lo paseas tú un rato?
__Lo haré luego, tú tienes que destacar hoy –Dijo el niño de manera insistente, y así uno de los guardias le agregó con discreción.
__Adelante Máximo, no le des a este engreído el gusto de verse como tu superior.
__Me da igual lo que piense Hallstatt.
__ ¿Y qué hay de lo que él piense? –Dijo el soldado haciéndole ver a su pequeño hermano, pues no querría quedar como menos frente a él.
__De acuerdo –resolvería Máximo–, pero hazme un favor Lucio; procura mientras vuelvo que Ciriaco no haga de las suyas –Observando a lo lejos al muchacho que no se acercó a despedirse, y murmurando luego “Dios bendiga a mis hermanos”.
__Haré lo que pueda –contestaría Lucio bajando con su ayuda de lo alto del animal, y agregando al final muy tiernamente– Suerte.
     Así se marcharon para dejar la ciudad, más el galo miró a Lucio antes de irse con cierta espina mientras el niño cruzaba la calle hacia la plaza de mercado; esa mirada de ira de Hallstatt sobre el chico hizo hervir la sangre en las venas de Ciriaco, pues al fin y al cabo nadie se mete con su familia sin tener que arrepentirse.
__Ten –Dijo pronto Ciriaco entregándole al niño una bolsa de cuero con algunas monedas, y a lo que Lucio preguntó.
__ ¿Qué es?
__Tu mitad de los conejos.
__Pero eran liebres –Replicó el chico.
__Sí, eso ¿Y qué con el galo? –Preguntó después Ciriaco bastante interesado.
__Lo de siempre, quién se gana al religioso es a quien ascienden primero, por eso pelea con nuestro hermano –Está de más decir que el chico no era tonto, y vaya que era un gran observador.
__ ¿Y por eso se presentará ante el clérigo vestido así de raro? ¿Y cómo es qué sabes más de estas cosas que yo?
__Porque siempre escucho ¿Y qué hacemos ahora?
__Investigaremos un poco sobre ese sujeto –Respondió Ciriaco reflejando en su sonrisa un poco de malicia.
     Y así se fueron, tal cual como estaban hacia la zona de residencias de los adinerados patricios para llegar justo a las espaldas de la casa del galo; una enorme mansión rodeada por completo de un elevado muro, extrañamente cubierto por una capa negra de musgo muerto.
__A Max no le gustaría que estemos aquí –Advirtió el niño adelantado a las intenciones de su hermano.
__Te creo, ni a mí me gusta –Respondió Ciriaco mirando a su alrededor; el ambiente estaba demasiado tranquilo, demasiado callado como si algo faltara; surgía de nuevo en él el entrañable deseo de emoción y conflicto, y la sensación de que al fin iba a ser satisfecho. A Lucio solo le bastó con mirar su rostro para saber que cosas malas estaban por suceder.
__ ¿Entonces nos vamos? –Preguntaría el niño Lucio en un último intento por detener su locura, pero con Ciriaco siempre podría mucho más la curiosidad.
__No, no quiero quedarme con la duda. Espérame aquí hermanito, talvez tenga que salir un poco apresurado.
     Habiendo dicho eso Ciriaco tomó impulso y corrió hacia un árbol que crecía al pie de la muralla, de tronco esbelto y ramas torcidas que presagiaba el infortunio de entrar en aquel lugar; se trepó a él con enorme facilidad ascendiendo hacia un techo arcilloso de resplandor naranja, caminando en falso sobre terreno incierto y placas ardientes de un sol de medio de día. Se asomó primero sigiloso al extremo del tejado por la apertura del patio central, donde no se divisaba alma alguna, solo un cuidado jardín que rodeaba una especie de estanque oval, muy amplio y de fondo oscuro casi imperceptible; un agradable aroma de hierbas medicinales le invitó a pasar, descendiendo por columnas cubiertas en su cima de enredaderas colgantes, y vaya que le fascinaba adentrarse a lo desconocido.
     Una vez dentro la sensación de un suelo frío y un aire más húmedo era un poco desconcertante, pero a la vez agradable, y Ciriaco procuró caminar despacio para no perturbar aquel enorme silencio en el que solo se colaban los cantos de aves canarias. Los muros del interior fijaban una oscura fachada druídica, con grabados y temas de un arte olvidado; allí tuvo un mal presentimiento al ver sobre una mesa tallada en roble dos estatuillas con forma de perro labradas en cristales de blanco y azul.
__Lo sabía –se dijo a sí mismo como si acaso constatara alguna previa sospecha.
     Luego tomó en su mano una de las figuras y al instante de hacerlo pudo escuchar muy cerca el ladrido imponente de uno de los canes; pero Ciriaco se quedó esperando sin miedo alguno, con la mano dispuesta al cinto discretamente colocada sobre la empuñadura del cuchillo, pero su sorpresa estaría en quien le recibiría.
     Cuando volteó a mirar por encima de su hombro vio una joven hermosa de quince años de edad, o eso les diría quizá solo estoy adivinando; simplemente cautivadora, con seductivo y casi corto cabello pelirrojo, su piel clara con algunas pecas la hacían ver incluso más llamativa; vaya suerte le tocó a Ciriaco, de su misma estatura, finas facciones y atractiva figura contorneada a las márgenes de un delicado vestido blanco. Llevaba a su cuello un broche con símbolo ornamentado de bronce y plata, en su mano un arco que a decir verdad no traía por adorno; escoltada por un enorme lobo siberiano de pronunciados colmillos, afiladas garras y erizado pelaje de azulado gris, gruñendo atrozmente con actitud depredadora y al parecer solo esperando la orden para devorarlo. Entonces Ciriaco reaccionó serenamente, viró por completo su cuerpo hacia ella sin apartar su mano del cinto, parecía tan solo un gesto de postura, y dijo probablemente lo único que se le ocurriría en ese mismo momento.
__Hola –saludándola con una sonrisa y total naturalidad.
__Te ves muy calmado para ser un ladrón –La joven además tenía una voz preciosa, solo importunada por el feroz ladrido del can que resonó con furia entre las habitaciones de la casa y así por supuesto en los oídos de Ciriaco; ella calmó al perro con solo un gesto de su mano, pero bien otro gesto podría lanzarlo sobre él.
__Es porque no lo soy –Respondió Ciriaco colocando de nuevo la estatuilla en la mesa; entonces la joven preparó sin esfuerzo arco y flecha, pero sin apuntarle, pues la amenaza del lobo ya parecía suficiente.
__Peor para ti –dijo ella sonriéndole con cierta picardía– ¿Quién sabe con qué otras intensiones pudiste haber venido?
     Vaya pregunta que debía responder, una risa del joven causó en ella un poco incertidumbre y así el zurdo Ciriaco posó su mano diestra por detrás de la cabeza, rascándose levemente contemplando su situación. Respiró profundamente, miró primero a la chica, la posición y sostén del arco le denotaban sin duda una certera maestría; luego contempló lo más preocupante, el perro junto a ella; no le tenía miedo, pero pensaba con lógica, el can era más grande, más fuerte y más rápido, pero del mismo modo se sonrió al pensar “Yo soy más astuto”.
__Tentadora –Le dijo mirándole más abajo del rostro y ella frunció el ceño con un poco ofensa.
__ ¿Perdón?
__La pieza en tu cuello.
     Aclaró Ciriaco y ella miró un instante hacia abajo, hacia el broche tan solo por reflejo, solo un instante de distracción para que todo cambiara. Un movimiento brusco de Ciriaco hizo al perro saltar sobre él, pero el joven tomaría con su diestra el saco vacío llevaba tras su espalda y rodearía con él la cabeza del siberiano, su peligroso hocico junto con una de sus patas antes de que este cayera sobre él aplastándolo de espaldas contra el suelo; un golpe seco y un dolor momentáneo, que se le pasó de inmediato al sentir la brutalidad del monstruoso carnicero que continuaba atacándolo con una furia tenaz; podía sentir su aliento traspasar la tela y la ferocidad de su hocico buscándolo a ciegas, mientras sus garras libres rayaban salvajemente el mármol del piso intentando acertarle.
     Ciriaco sostendría con forcejeo la tela del saco mientras tomaba con su izquierda el cuchillo para clavárselo al can en el cuello sin compasión, pero en eso vería a la joven apuntarle tratando de distinguir su tiro para no herir a su mascota, y solo frenada por sus constantes movimientos. Fue así como Ciriaco rodeó al perro con los brazos rodando con él por el suelo hacia las plantas del jardín, donde clavaría con el cuchillo el saco al piso dejando al perro trabado tratando soltarse, pues mientras él seguía corriendo hacia detrás de los arbustos, sentiría con furia el feroz filo de una flecha pasar rozando su oreja.
     Fue allí cuando la joven se apresuró a desatar a su perro en tanto Ciriaco alcanzaba a cubrirse hasta detrás de los pilares, lugar donde vería a un lobo blanco y más chico no menos furioso venirse contra él.
__ ¿Otro más? –Pronunció también como si fuera un chiste; tomó un jarrón metálico que junto a él se encontraba para impactárselo encima seguramente pensando “¿Y qué más podría hacer?”, pero antes de que la bestia lo alcanzara fue una piedra venida desde lo alto la que pegó en la mandíbula del cánido albino; habría sido Lucio quien lo apoyaba desde arriba valiéndose de algunas cuantas rocas dispersas por el techo.
     El perro se tambaleó del golpe inclinando su cuerpo y Ciriaco solamente tendría un instante para reaccionar; el animal junto a él alzándose de nuevo, el otro perro ya liberado por su ama mientras ella pasaría a apuntar con su arco al niño en el tejado. Fue así como Ciriaco saldría en un instante del resguardo de la columna y en lo que corría perseguido por la furia de los lobos le lanzaría el jarrón a la arquera atinándole a la cabeza; fue así como ella perdería el equilibrio cayendo aturdida hacia las profundidades del estanque en tanto Ciriaco seguiría velozmente a treparse por los pilares, justo antes de que los perros lo alcanzaran; así se subió hasta el techo y gritó a Lucio.
__ ¡VAMOS!
     Pero el chiquillo se quedaría parado al extremo opuesto del tejado mirando en dirección al pozo, esperando a ver a la joven salir del agua.
__ ¡¡LUCIO!! –Exclamó Ciriaco de nuevo acelerado, mas él nunca solía gritarle así.
__No sale del agua –Advirtió el niño un poco temeroso y bastante preocupado.
__Ella te iba a disparar –Respondió Ciriaco con frialdad severa, pero la mirada del niño no atendería a esa lógica.
__Se va a ahogar –Insistiría el pequeño en forma conmovedora y casi a punto de lanzarse, pero antes de que lo hiciera Ciriaco lo detuvo con una seca expresión.
__ ¡Espera ahí!
     Y fue él quien saltó desde el techo al agua cayendo zambullido entre la oscuridad de la alberca, levantó a la chica desmayada con cierta dificultad mientras los perros le ladraban desde ambas orillas; no sabía por dónde sacarla, la colocó tras su espalda, escuchaba su respiración, solo tenía que dejarla en el suelo; luego miró a Lucio con intenciones de ayudarle.
__ ¡Quédate arriba! –Exclamó de nuevo.
     Por su parte, Lucio miró rápidamente a su alrededor y alcanzó a ver otra roca junto a él, solo una, la cual arrojó precisa hacia uno de los perros y este resbalaría cayéndose también al agua. El can nadaba, pero torpemente, así que Ciriaco aprovechó ese lado para sacar a la chica, tomó un impulso y la subió a la orilla, mientras que el perro en tierra rodeaba el estanque y el otro trataba de alcanzarlo desde el agua; después salió rápidamente y corrió hacia su cuchillo que vio tirado al suelo a pocos metros de distancia, lo tomó como pudo sin dejar de correr una vez más hacia alguna de las columnas, pero ahora mojado resbalaría fácilmente a cada intento de subirse, y ya no tendría más oportunidad cuando el perro lo alcanzaba, por lo que pronto dijo.
__Te veo afuera –Fue lo último que alcanzó a decir a Lucio antes de seguir corriendo hacia el interior de las habitaciones, mientras que el siberiano lo perseguía con una rabia ciega y obstinación tremenda.
    Fue allí cuando Lucio lo perdió de vista, después contempló desde el techo al lobo albino salir del agua y marchar también hacia el interior de aquella oscura morada; al rodear el tejado escuchaba con miedo el eco de los ladridos, así como los golpes y otros fuertes ruidos que partían desde lo profundo de las cámaras internas.
__ ¿Ciriaco?... ¡¡Ciriaco!! –Exclamó el niño desesperado tratando de seguir los sonidos sobre el ardiente tejado; era indescriptible el amargor y pavor que se colaron en la inocencia de su alma al sentir que podía perder a su hermano. No otra vez, papá y mamá ya se habían marchado para no volver nunca, y no imaginaba tener que sufrir ese dolor otra vez, no con él; hasta que al bajar difícilmente por un costado de la casa escuchó muy cerca el forcejeo frenético de una de las ventanas, a lo que se alejó rápidamente casi por instinto antes de que esta se abriera de par en par, saliendo Ciriaco con un impulso de total vehemencia.
__ ¡¡CORRE!!
     Porque detrás de él salió también el siberiano de un salto con arrebatos de ira y una furia salvaje, mas Lucio reaccionó de inmediato corriendo junto a su hermano y cuando ya estaba a punto de alcanzarles una soga al cuello frenó al fiero lobo de un potente tirón; así Ciriaco se detuvo todavía muy cerca a recobrar el aliento, en lo que sintió a Lucio abrazarle de repente.
__ ¿Estás bien? –Preguntaría el niño aferrándose a él, con los ojos llorosos pero intentando ocultarlo.
__Tranquilo, lo estoy.
__ ¿Cómo lo hiciste? –Preguntó Lucio bastante sorprendido y con un poco de admiración.
     Por su parte Ciriaco respiraba jadeante, exhausto pero aliviado; guardó de nuevo su cuchillo al cinto colocando luego las manos sobre sus rodillas en tanto el perro seguía ladrando, gruñendo y embistiendo furiosamente, tensando el cordón que le ataba cada vez con más fuerza.
__Te lo contaré en casa –Dijo entonces el joven comenzando a caminar para alejarse de allí, pero antes de marcharse sintió un tirón en su mano.

__Ciriaco –En ese momento Lucio notó que estaban siendo observados por un hombre sombrío con el rostro cubierto por una extensa túnica, parecía más bien un hábito religioso; bajo la densa sombra de su capucha su mirada fría y evaluativa enmarcaba sin duda una cierta malevolencia, si hasta se podría jurar que merodeaba también la casa del galo…

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